La publicación de la poesía reunida de un autor todavía joven suele resultar uno de los modos más eficaces de calibrar la verdadera actualidad de su proyecto poético. Mas allá de la evidencia que, en el mejor de los casos, nos sitúa ante una producción valiosa, el interés reside en las sucesivas apuestas líricas, en los diversos itinerarios y puntos de inflexión que, con sus afirmaciones y negaciones, nos muestran una obra en marcha, en pleno desarrollo aún de sus potencialidades estéticas. Ocurre así con el poeta granadino Luis Muñoz (1966), cuyo volumen recopilatorio, de tan curioso como significativo título, Limpiar pescado. Poesía reunida (2005), reviste con su aparición todo el cariz de los verdaderos acontecimientos literarios. El lugar relevante ocupado por libros como Manzanas amarillas (1995), El apetito (1998) o Correspondencias (2001), con lo que en éstos hay de búsqueda y de hallazgo, convierte a su autor en uno de los poetas de referencia de estos últimos años. Me atrevería a decir que en el poeta clave que ha venido señalizando muchos de los caminos y rumbos transitados por la poesía española más reciente, ésa que, escrita por algunos de los autores nacidos en la segunda mitad de los sesenta y los setenta, ha sido explicada, provisionalmente, por un crítico tan perspicaz como Luis Antonio de Villena en sus antologías 10 menos 30 (1997) y La lógica de Orfeo (2003), en base a conceptos como orfismo, ensanchamiento de la realidad, lógica irracionalista o ruptura interior de la poesía de la experiencia.
Una imagen: la del poeta como soldador, dentro de su último libro Correspondencias, nos acerca al entendimiento de la poesía de Luis Muñoz. La imagen me parece iluminadora porque indaga en esa visión de las palabras como “juntas de estaño” aplicadas a los filamentos dispersos de la realidad; también porque habla sobre la voluntad de éstas por cohesionar significativamente, más allá de los hilvanes y piezas sueltas, la trama de lo cotidiano, esa necesaria interpretación a la que se aplican los poemas:
Si no son los deseos,
habrán de ser las juntas con estaño
en la leve estructura de este día (…)
La idea de que faltan varias piezas
es mentira.
Tienes sólo que dar con sus extremos.
Y dar con la pestaña de los tuyos.
El pensamiento suena como una grifería
cuando se acerca a un punto
en que duele seguir.
Si la presión es mucha,
si toca los recuerdos que se pasan,
si combate en un codo de la infelicidad.
La imagen ofrecida es la de esos pequeños atascos de la desdicha que nos asaltan en medio de la ambigüedad de los días. Un paisaje doméstico donde oímos sonar la grifería del pensamiento, el gotear de su pura melancolía cuando “la presión es mucha”, cuando “toca los recuerdos que se pasan” o se “combate en un codo de la infelicidad”.
Hay en este proceder y en la mayoría de los poemas del último Luis Muñoz el poso de una mirada lírica —interior a la vez que exterior— dirigida a los argumentos de una realidad permeable y, por ello mismo, en perpetuo tráfico de ideas y de imágenes. Una mirada que se disuelve en la realidad como los grumos “de una sopa de sobre” («La mirada») y unos argumentos que se desmigajan “como un trozo de pan en el estanque de los patos” («Una buena razón»). A este continuo fluir de vasos comunicantes establecido entre mundo reflexivo y mundo sensorial ha aludido en diversas ocasiones el poeta, quien ha calificado aquel mirar como “contemplación [que] hace encajar cada pieza del mundo” («Culatra»), mientras que la realidad es descrita como un engranaje de “incrustaciones, juegos, transparencias, / baterías y cables de color” («Diario») conectados a esa red de sinestesias y correspondencias que “los poemas tejen alrededor del mundo” («Ropa de lana»). Aunque quizás la mención más significativa, por lo que a la propia labor lírica se refiere, la encontremos en unos versos del poema «Lao Zi»: “Quien entra en la casilla de palabras / quizá llegue a la rampa de la imagen. / Y quien llega a la imagen / quizás tome los granos de la idea”.
Es posible que sea la concentración de estos procedimientos en su obra última lo que haya conferido al autor recientemente una mayor valoración y atención crítica. No obstante, yo diría que lo esencial de dicha manera resulta ya apreciable desde sus primeras entregas, en cuyas páginas nos aguardan, por ejemplo, la visión atesorada del pasado igual que “una bomba de agua en el desierto” o un “paladar de brújula”, las expectativas del deseo como “caimán replegado” o “erizo en el pecho”, la luz, que es “una aguja helada de hacer punto” o “ladrido del sol a mediodía”, y el amor, sorprendido en “las naranjas redondas de algún beso”. En todos estos casos el apoyo constructivo del poema en el matiz y el recurso a la imagen y la metáfora analógica se constituyen en mecanismo fundamental, un mecanismo hecho de chispazos y descargas iluminadoras.
En los poemas de Luis Muñoz es posible encontrar siempre una franja de iluminaciones, ese lugar donde las palabras, las combinaciones del ritmo o la sintaxis, las imágenes o la música parecen concentrar la mayor parte de su sentido. Algo así como una zona de intersección entre el mundo que fluye y el mundo de lo que se escapa, entre lo que puede percibirse de manera empírica y lo que sólo puede conocerse de manera interior. Son también, por supuesto, las galerías y los laberintos del yo de que se precia todo simbolismo, su “patio ensimismado” y “la sombra partida” que leemos en el poema «Plan de fuga», y de los que el poeta, huésped secular de las nieblas, se sabe habitante, pero con la voluntad de no perder nunca contacto con el sol de las superficies, con el pulso de “la calle sedosa”. Lo ha expresado el autor en un verso que bien pudiera hacer converger todos los caminos que conducen a su poesía: “Toda vida interior, toda la superficie” («Novalis»). Con lo que queda allí enunciado ese doble cauce de indagación lírica en los sentidos y de ensimismamiento subjetivo, que parece la condición natural de su escritura.
En sus primeros libros esa actitud se manifiesta, a mi entender, mediante un tono rememorativo y elegíaco. Por lo menos eso nos evocan sus títulos, con ese matiz otoñal, de versos nublados por la nostalgia, que nos sugiere siempre cualquier septiembre o el color de unas manzanas amarillas. Da cuenta de ello un soberbio poema inicial como «Fábula del tiempo» —“el primer poema que escribí con conciencia de que podía hacer que coincidieran una corriente vital y una verbal”— (Limpiar pescado, 9), donde el matiz, el tono del sentimiento o la cadencia apagada nos recuerdan las notas de un simbolismo menor y crepuscular. Pero si Septiembre es, deacuerdo, el verano que huye, el tiempo en los espejos, la linterna mágica y el hilo de viajes y de ciudades recordadas, la preocupación temporalista en la poesía de Luis Muñoz apunta casi siempre en otra dirección, acaba orientándose con preferencia hacia el presente, hacia ese tiempo donde se trenzan memoria y deseo. Se trata de una intuición que hallamos plasmada ya en ese primer libro, donde vemos al sujeto que lo habita en perpetua fuga, en el continuo desplazamiento de un mundo y de una edad, con las urgencias de quien toma “conciencia / de ser parte de esa huida” («Insomnio»), con la extrañeza del turista o el extranjero, del que “busca / en su movilidad, su resistencia” («El extranjero»). La movilidad define al tiempo y no la cadena anclada del pasado, su configuración es, precisamente, esa sucesión simultánea de eslabones. Por ello, desde el mundo elegíaco que dibujan los paisajes de Septiembre, se nos advierte que “el tiempo sólo elige sus lugares ahora, / no hay pruebas de su paso / porque vive en la fuga certera de las cosas” («Fotografías»). Yo diría, a tenor de esto, que no hay exactamente ruptura entre su obra primera y sus libros últimos; todo lo más una mayor implicación en la poesía y en sus capacidades de ensanchar la realidad y de intensificar la percepción del mundo.
Si Septiembre y Manzanas amarillas nos hablan de la “belleza inquietante y fugitiva” (Limpiar pescado, 14) y de las posibilidades de la poesía de detención del tiempo o de salvarlo en el ahora, Correspondencias nos sujeta a una poética del instante que es, precisamente, el tiempo de la analogía y de las correspondencias. El poeta titula toda una sección de su último libro significativamente así: «El presente», y la abre con una iluminadora cita de Juan Ramón Jiménez que enuncia el instante como “momento en que el pasado es porvenir”. En la poesía de Luis Muñoz el instante, el presente analógico, es tanto una dimensión como una intuición, una intersección o un círculo que se contiene en círculos. Es también esa sucesión “de planos sobre planos sobre planos” («Escultura líquida») que encierra la imagen de la pulsión erótica. O lo que ha llamado el autor «Los viajes simultáneos», los viajes que transcurren en ese río de tiempo que es, a su vez, el espacio de un cauce interior y exterior, lo que transforma al sujeto y a los nexos que sostienen su mundo, para conducirlo, paradójicamente, hacia un punto donde ya era todo eso.
En un verso de El apetito se apunta que “un poema es un juego / de distancias y llaves” («Día a día»). Se podría argumentar, al hilo de lo visto, que la metáfora connota algo así como una mirada —la del poema— decodificadora de lo real, una llave maestra que permite acceder a aquel sentido oculto que no percibimos en la estructura dócil de lo aparente. Pero la imagen quizás resulte más apropiada si la consideramos en el sentido —también necesario— de tomar distancia con que ensayar una interpretación de lo real. Se trata de un distanciamiento que, en ocasiones, se revela casi como una técnica de pudor o retraimiento, y que conduce, en algunos textos más narrativos o experienciales de Manzanas amarillas y El apetito, al difuminado de lo anecdótico mediante el empleo de la tercera persona, o bien al empleo más generalizado de la segunda, para hacer así entrada en el poema desde un ángulo distinto. El matiz tiene su importancia si pienso en poemas como «Biografía», «Formas de vida», «Postales en un sobre», «Esto no es una experiencia», «Homosexualidad» o «África», porque, más allá del tú o del él, ofrece al poeta una vertiente para la reflexión o el cuestionamiento de actitudes y modos de vida, que es, por otra parte, uno de los ingredientes esenciales en su manera de entender la práctica literaria.
Ha dicho Luis Muñoz respecto de la experiencia poética que la tentativa de la poesía es lo único que puede ayudar a no perderse en el camino, “a dejar marcas de señalización en la realidad, a distinguir lo que importa” (Limpiar pescado, 10). Se trata, lo decíamos al principio, de esa honda y doble experiencia de quien ha pretendido hacer de la necesidad de la literatura un referente de autenticidad vital, de alimento terrestre de emociones, ideas y sentimientos, pero también de quien ha sabido “salvarse con la vida / de las garras de gato de la literatura” («El poema interrumpido»). Una toma de postura cuya intensidad moral e independencia de espíritu hace de la irreductible diferencia la única certeza admitida. La verdad del sujeto que habita un promontorio orillado por los lugares comunes y las hostigaciones de la norma y que pasea su orgullosa soledad de isla.
Como igualmente me parece destacable el hecho que el yo precise saberse volcado sobre sí mismo, inclinado sobre su propia individualidad como condición necesaria para fundirse en el paisaje de los demás: “no ser tan sólo uno, / ser uno entre los otros, / en esa irrigación / que das y dan los otros” («Un paisaje de gente»). Al ir del yo a los otros, el poeta se sitúa de nuevo en ese punto de las intersecciones entre lo interior y lo exterior, entre lo visible y lo intuible, entre la dimensión coloquial y colectiva de las palabras y el uso original y personalísimo del lenguaje que nos conmueve y nos sugestiona en la poesía de Luis Muñoz.
Ínsula 753 (2009): 26-29. Impreso.