“Esta hora, ofendida si halagada, mantiene un arte extraño.”
La atención en poesía es algo más que mera precisión o claridad; alcanza poderes de posesión.
El observador en un poema no se limita a presentarnos el objeto: lo carga de energía y, al hacerlo, lo transforma.
Entre ambos se crea un campo magnético.
Así, cuando un lector se encuentra con versos como «Sigo a los hombres y los estudio como si buscara un pulso», sabe de inmediato que está ante algo realmente excepcional.
Luis Muñoz nos revela quiénes somos al señalar nuestras ausencias («Me he hecho alma gemela de la ausencia»).
Es el investigador de lo más difícil: el momento de quietud.
Si el mejor remedio para la soledad es la soledad misma, como nos enseñó Marianne Moore, aquí se abre un carnaval dentro del silencio, y «la soledad elige un coche / que disuelve las leves provincias de la noche».
Pero si este libro es un teatro, entonces las moscas, las raíces de los árboles y «el vuelo de las últimas gaviotas» son sus actores.
Un transeúnte ocasional visita «las calles que saben el camino de memoria», y el teatro de la soledad cobra vida e ilumina «la herida que inflige una canción / que se acerca demasiado».
Es en tales momentos cuando se pone a prueba a un verdadero poeta: no cuando hay un sinfín de imágenes o posibilidades extáticas, sino cuando los colores son pocos y no hay objetos detrás de los cuales esconder una nota falsa.
¿Supera la versión inglesa de Curtis Bauer la prueba de la poesía de Luis Muñoz?
Yo digo que sí, porque «el mar nunca sugiere nostalgia».
Porque «los hilos de la tarde se cosen sin la tarde».
Porque incluso si «alguien en la calle grita, / anuncia rosas en oferta», en esa calle vemos «el calor latiendo desde julio».
Y si es domingo, «su puerto bulle esparcido de escamas de pescado».
Cada lector encontrará un teatro solitario distinto en estas páginas.
Yo, por mi parte, no pude dejar de releer poemas como Mantas de lana, Traduciendo de noche, Soldador, Respirar, Antonio Machado, Vidas paralelas, Moscas pegadas al cristal de la ventana, Saludos.
Es esta atención minuciosa la que permite a Muñoz lograr los actos más acrobáticos con los medios más simples.
Obsérvese cómo este poema, que empieza como un diálogo —un retrato de otro—, se convierte en un autorretrato, un teatro solitario, una discusión con el propio cuerpo quizá, y aun así sigue siendo un poema-objeto, una breve oda a Mantas de lana:
MANTAS DE LANA
No, quiero estar despierto, dice,
envuelto en las espumosas mantas
que los poemas cosen alrededor del mundo,
cuando le ofrezco un vaso.
Ahora me avergüenza querer dormir,
y que ya no tenga sed,
y tener un presentimiento de frío.
Aunque no hay manifiestos ruidosos en estos poemas, una revolución ocurre dentro de la nación del pecho de una sola persona, y es mucho más radical de lo que uno podría sospechar.
La revelación llega poco a poco (al menos para este lector), con la «conciencia de la brevedad».
Este poeta, esta «bestia extraviada», siempre «mira a la muerte / por el rabillo del ojo».
Entonces, ¿cómo logra este poeta tal ligereza lírica, tal músculo en los momentos más leves, tales fuegos artificiales en paisajes tan desnudos?
¿Cuál es su secreto?
Lo que más me fascina de Muñoz es cuán viva, cuán inmediata, cuán lírica es su comprensión del tiempo.
Existe una larga tradición europea de poetas cuyo lirismo —a propósito o por accidente— los conduce a investigar el fenómeno del tiempo.
Desde los antiguos libros de horas cristianos, pasando por el Libro de las horas de Rilke en el siglo XX, hasta la difícil (y a menudo vacilante) convicción de Auden de que «el Tiempo adora el lenguaje y perdona a todos aquellos por los que vive».
Uno piensa en la delicadeza pausada de Montale; en la quietud juguetona de Sinisgalli y Penna; en la búsqueda incansable de Joseph Brodsky por esa «ventana sobre las propiedades del tiempo».
Luis Muñoz comprende esa búsqueda.
Está obsesionado con la «delicada estructura del día»; observa cómo la noche «empapa» a un hombre y «rellena» sus «brazos, / el algodón» de su «pecho, la bolsa» de su lengua.
En sus poemas, «los minutos pasan» sobre «alguien dormido… como un péndulo, / como un péndulo».
Hay un asombro incesante ante cómo «los dientes del azar encajan / en las muescas del día».
Su meditación sobre el tiempo adopta muchas formas; es metamórfica.
En un poema como Traduciendo de noche asistimos a una conversación triple: Bauer nos ofrece una versión inglesa de la versión española de Muñoz del poema italiano de Ungaretti.
En los versos finales, el tono meditativo se calienta, adquiere pasión sintáctica, y aunque sigue siendo sereno, el silencio gana velocidad, se vuelve juego:
Esta hora, ofendida si halagada, mantiene un arte extraño.
¿No es esta la primera aparición en solitario del otoño?
Y aquí, ya sin más misterio, se precipita hacia el oro y el tiempo hermoso roba a la locura su gracia.
Aun así gritaría, aun así: tú, veloz juventud de los sentidos, que me mantienes en la oscuridad sobre mí mismo y concedes a la inmortalidad tus imágenes, no me dejes, espera, sufriendo.
Y si Muñoz habla de las horas del atardecer, lector, y de cómo «sus nombres revolotean a tu alrededor / cuando estás solo», es porque esas son las horas más íntimas del alma de las que nos advirtió Dickinson.
Luis Muñoz es un alma rara y verdadera; ve cómo el poeta desliza «las algas chamuscadas y la grava roja / en el forro desgastado de su bolsillo de buenos momentos».
Percibe que la poesía describe las cosas por sus contrarios, que la magia habita en lo real, que la rama no se quiebra aunque pise sobre ella.
La claridad es el primer misterio, nos dijo Darwish.
Este poema lo sabe bien y lo saluda en cada instante:
SALUDOS
Hola, irrealidad,
tormenta de arena en mi cabeza
y sus relojes de arena giratorios.
Los problemas del día, vistos desde lejos,
como pequeños puñados de guisantes.
La rama que no cruje si piso sobre ella,
el sorbo de café hirviendo que no quema.
Hola, paréntesis,
hola, tacto que no llega,
hola, franja de aire o de luz
o aislamiento de horas—
esto sigue pendiente entre nosotros.
La tierna atención de Muñoz hacia los momentos, las raíces, las moscas, me hizo pensar a menudo en Machado, especialmente en aquel gran poema Los ojos.
Como en Machado, el dolor y los silencios de este libro son criaturas animales, tiernas.
¿Y la tristeza? Se adhiere a «los días / como una fina piel transparente de seda».
El hermoso poema Antonio Machado de Muñoz rinde homenaje conmovedor al poeta mayor, sí, pero también nos muestra su propia ars poetica, nos expone al dolor que conquista ese instante callado, ese teatro de uno solo.
Y, si llega el dolor, si se abre un teatro del duelo, quizá esos momentos sean precisamente nuestras advertencias, nuestros compañeros:
ANTONIO MACHADO
Rozó contra los muros incandescentes del infierno
cada oportunidad que el dolor le concedía.
Deslizó las algas chamuscadas y la grava roja
en el forro desgastado de su bolsillo
de buenos momentos.
Allí eran remedio, repulsión,
advertencia y compañía.
Al leer esto, me pregunto si también hay ternura en el infierno; al fin y al cabo, ¿cómo podría existir algo en la creación de Dios sin cierta ternura?
Quizá Muñoz quiera decir exactamente eso, porque en sus páginas, si llega el silencio —por infernal o implacable que sea—, sigue siendo «querido silencio».
Esa delicadeza, esa ternura y esa atención no nos ralentizan.
Al contrario, nos revelan el gran torbellino, la increíble velocidad dentro de nuestras propias pausas.
Aquí, incluso el respirar y el exhalar ofrecen su abundancia:
RESPIRAR
Como la médula que rodea una fruta
o los paquetes atados de las nubes,
la memoria respira como un mundo invisible.
Desde fuera no existe, o no es más que silencio.
Desde dentro es un avance de bulldozers,
de células cargadas, de hormigas soldado
que se mueven en desorden.
Esto, lector, es lo que significa la belleza, lo que representa la sabiduría.
Llega sin grandes fanfarrias, pero permanece contigo, fiel como la respiración misma.
¿Y si vuelve la tristeza? Entonces «la tristeza es alta y aérea / como espuma batida del mar».